Esta leyenda fue escrita por el sevillano Gustavo Adolfo
Bécquer, y se encuentra dentro de su libro “Rimas y Leyendas”. En este caso el
protagonista es el mismo escritor.
Bécquer residía en Madrid, pero visitaba con frecuencia a su
hermano el pintor Valeriano que vivía en Toledo, pues esta ciudad era una
fuente de tranquilidad, sosiego e inspiración para despertar la musa del
escritor.
En una de esas visitas a Toledo, mientras paseaba por la zona
conventual de Toledo, observó tras las claras cortinas de un balcón como una
dama le sonreía. Al levantar la mirada hacia el ventanal, la mujer se retiró, pudiendo
apreciar unas manos blancas y una esbelta silueta que le atrapó. Durante esta
estancia en la ciudad, pasó cada día por la misma calle, con la esperanza de
volver a verla, pero ni las cortinas ni la silueta se hicieron presentes.
Bécquer se marchó a Madrid, pero antes de partir escribió en su libro de notas
la fecha en la que vio por primera vez a la misteriosa mujer. Ésta sería la “primera
fecha”.
Meses después volvió el escritor a pasar una temporada a
Toledo. Además de escribir, a Bécquer le gustaba dibujar en su cuaderno aquello
que le parecía digno de ello. Estaba en la plaza de Santo Domingo El Real, esbozando
la fachada del precioso convento que da nombre a la plaza, cuando por encima de
su hombre vio como la misma mujer le saludaba desde el balcón de la fachada que
tenía a sus espaldas. Al levantar la mirada, nuevamente la dama desapareció
tras los cristales y sólo pudo observar durante breves momentos sus ojos y su joven
rostro.
Bécquer se quedó intrigado con aquella coincidencia.
Nuevamente, pasó diariamente por esta plaza, con la esperanza de poder ver a la
dama, pero tuvo que partir a Madrid sin haber logrado su propósito. Antes de
marcharse apuntó esta “segunda fecha”, en la que vio a la misteriosa dama.
Pasó el tiempo, y Bécquer volvió a Toledo. En uno de sus
largos paseos, al acercarse a la plaza de Santo Domingo, escuchó cánticos salir
del convento. En la puerta preguntó a un mendigo por lo que se estaba
celebrando en el templo. El mendicante le informó que se estaba llevando a cabo
el ritual para incorporar a una novicia al convento.
Gustavo se sentó en el último banco a seguir la ceremonia.
Delante del altar, en el pasillo de la iglesia, había una joven mujer tumbada
boca abajo y ataviada con un vestido blanco. La cortaron el largo pelo, la
quitaron las joyas que llevaba, la cubrieron de pétalos de flores y la vaporizaron con el dispensario de incienso
perfumado.
Terminada la ceremonia la mujer se levantó y se dirigió hacia
una puerta que conducía a la clausura del convento. Antes de traspasar la
puerta, miró hacia atrás y las miradas de Bécquer y la novicia se cruzaron. El
escritor reconoció en esos ojos a la dama del balcón que se escondía tras las
cortinas.
Bécquer preguntó a una anciana que había seguido la ceremonia
a su lado, quién era la novicia que había entrado al convento. Ésta le explicó
que se trataba de una muchacha que se había quedado huérfana de forma
prematura. El deán de la catedral la acogió y la dio una dote para poder ingresar
en el convento.
Gustavo Adolfo Bécquer no pudo escribir esta vez “la tercera
fecha”, aunque sí la llevó en su corazón. Desde entonces, cada vez que volvió a
Toledo, al pasar por el convento, escuchaba en su interior la música ceremonial
de aquel día, y soñaba con que aquella bella mujer le estuviese observando
desde los ventanales del convento.
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