jueves, 24 de junio de 2021

LA ORDEN DE TOLEDO.

CREACIÓN: La crea el inquieto cineasta Luis Buñuel el día 19 de marzo de 1923, por entonces un joven estudiante que residía en Madrid, deseoso de nuevas experiencias. Al llegar a Toledo queda fascinado por la ciudad, sus calles, su vetusta historia y las múltiples leyendas en torno a ella. 

Al comenzar la guerra civil española desaparecieron: la Orden de Toledo, muchos de sus documentos escritos y el mural que Dalí pintó en la Venta de Aires.

REGLAS: para pertenecer a la Orden había que cumplir estos preceptos:

- Vagar durante toda una noche por Toledo, borracho y en completa soledad.

- No lavarse durante la estancia.

- Acudir a la ciudad una vez al año.

- Amar a Toledo sin reservas y por encima de todas las cosas.

- Velar el sepulcro del Cardenal Tavera. (Años más tarde, Buñuel reflejó esta escena en la película Tristana, recordando así a sus amigos).

- Hospedarse prioritariamente en la Posada de la Sangre. El propio establecimiento contribuía a la regla de no lavarse, pues era frecuente encontrarte burros y carreteros en el corral (ver foto en el blog), sábanas sucias, chinches y sin agua corriente.

- Comer de forma predilecta en la Venta de Aires. Solían comer tortilla a caballo (con carne de cerdo), perdiz y vino blanco fuerte de Yepes.

ANDANZAS POR TOLEDO. Normalmente viajaban por tren desde Madrid, donde la mayoría se alojaban en Residencias Universitarias.

A partir de la 1 de la madrugaba, ya bastante ebrios, deambulaban por las sinuosas y laberínticas calles de Toledo, experimentando todo tipo de situaciones impensables para los habitantes de una ciudad cristalizada en el pasado, eclesiástica, militar y poco dada a las vanguardias de Madrid.

Durante estas noches interminables recitaban poemas a gritos, se disfrazaban de clérigos, fantasmas o mendigos y visitaban lugares como la Plaza de Santo Domingo el Real, o el convento de los carmelitas descalzos, para escuchar los rezos de las monjas y monjes. Se colaban en la catedral a través de los tejados y el Claustro.

Uno de los ritos de iniciación a los nuevos miembros consistía en dejarles individualmente solos en las calles de Toledo durante toda la noche y algo ebrios.


Foto de archivo rescatada de la página web ventadeaires.com. Podemos observar de izquierda a derecha a Pepín Bello, Moreno Villa, Luis Buñuel, Ernestina González, Salvador Dalí y a José María Hinojosa sentado. Está situada en la Venta de Aires de Toledo en el año 1924.

OJETIVO DE LA ORDEN. Sólo había uno, que era experimentar, sentir, divertirse, disfrutar, parrandear, evadirse, aprender, crear, reír, dejarse de llevar por sensaciones nuevas. Nunca tuvo objetivos políticos, militares o religiosos como se ha llegado a insinuar.

GRADUACIONES. De forma jocosa e irónica, pero con respeto, Luis Buñuel asignó a cada grupo de los casi 50 componentes de la Orden un rango jerárquico, imitando la graduación llevada a cabo en el ejército. De esta forma Luis Buñuel se autoproclamó “Condestable”. Otros componentes eran nombrados “Caballeros”, “Escuderos”, “Invitados” o incluso “Amigos de invitados”. Para hacerse con el título de caballero era imprescindible permanecer despierto durante una noche. Quien se dormía era degradado a escudero o invitado.

Documento con todas las graduaciones de algunos de los miembros que componían la Orden, rescatado de la página web: latribunadetoledo.es.

EXPERIENCIAS DE BUÑUEL Y ALBERTI.

Luis Buñuel contaba lo siguiente: “me paseo por el claustro gótico de la catedral, completamente borracho, cuando, de pronto, oigo cantar miles de pájaros y algo me dice que debo entrar inmediatamente en Los Carmelitas, no para hacerme fraile, sino para robar la caja del convento.

Me voy al convento, el portero me abre la puerta y viene un fraile. Le hablo de mi súbito y ferviente deseo de hacerme carmelita. Él, que sin duda ha notado el olor a vino, me acompaña a la puerta”.

Rafael Alberti narra así su ceremonia de iniciación en la Orden: A pesar del rigor para ser admitido, yo lo fui. Cumpliendo cláusulas severas del reglamento de la orden, los hermanos dejaban la posada cuando ya del reloj de la catedral había caído la una, hora en que todo Toledo parece estrecharse, complicarse aún más en su fantasmagórico y mudo laberinto. Aquella noche de mi iniciación en los secretos de la orden salimos a la calle, llevando todos los hermanos, menos yo, ocultas bajo la chaqueta, las sábanas de dormir, sacadas con sigilo de las camas de nuestros cuartos. Luis Buñuel actuaría de cofrade mayor. El acto poético y misterioso preparado para la madrugada, iba a consistir en hacer revivir toda una teoría de fantasmas por el atrio y la plaza de Santo Domingo el Real. 

Después de un tejer y destejer de pasos entre las grietas profundas del dormido Toledo, vinimos a parar al sitio del convento en el instante en que sus defendidas ventanas se encendían, llenándose de velados cantos y oraciones monjiles. Mientras se sucedían los monótonos rezos, los cofrades de la hermandad, que me habían dejado solo en uno de los extremos de la plaza, amparados entre las columnas del atrio, se cubrieron de arriba abajo con las sábanas, apareciendo, lentos y distanciados por diversos lugares, blancos y reales fantasmas de otro tiempo, en la callada irrealidad de la penumbra toledana.

La sugestión y el miedo que comencé a sentir iban subiendo, cuando de pronto las ensabanadas visiones se agitaron y, gritándome: “¡Por aquí, por aquí!”, se hundieron en los angostos callejones, dejándome -una de las peores pruebas a que se veían sometidos los novatos de la hermandad- abandonado, solo, perdido en aquella asustante devanadera de Toledo, sin saber dónde estaba y sin la posibilidad consoladora de que alguien me indicase el camino de la posada, pues además de no encontrar a esas alturas de la noche un solo transeúnte, en Toledo, si no le informan a uno a cada treinta metros, puede considerarse, y aun durante el día, extraviado definitivamente. Así que me eché a caminar por la primera callejuela -muy contento, por otra parte, de mi falta de brújula-, decidido a dejarme perder hasta el alba.

Andar por Toledo, y en la oscuridad de una noche sin luna como aquélla, es adelgazarse, afinarse hasta quedar convertido en un perfil, una lámina humana, dispuesta a herirse todavía, a cortarse contra los quicios de tan extraña resquebrajadura, es volverse de aire, silbo de agua para aquellos enjutos pasillos, engañosas cañerías, de súbito chapadas, sin salida posible, es siempre andar sobre lo andado, irse volviendo pasos sin sentido, resonancia, eco final de una perdida sombra.








 

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